¿Tu Familia tiene sótano?
[Crítica 02: Tomás Downey, accidente por escalera] Después de leer dos cuentos, salen de la oscuridad recuerdos rotos y caprichos de la infancia.
Como la abuela vive lejos, hay que pasar el día allá. Antes, los viajes hasta su casa se me hacían muy largos (una peregrinación). Pero en cuanto veo el cartel de Bingo-Luján ya sé que estoy cerca. Si mi niñez fuese ahora sería otra cosa: un viaje rápido apostando online.
La casa de mi abuela tiene un sótano debajo del living. Arriba y hacia el fondo hay un patio con varios árboles, (para más sobre la arquitectura, leer “Terror en Latam”). Del bosque, aledaño al quincho, me llevé un pedazo de tronco que cuidé -a lo primera infancia- como un peluche. Le hice un house tour, pensé en pintarlo; son todas experiencias de una infancia femenina, feliz y divertida.
Abrí con la rodilla, por ser baja, una puerta de hierro. Luego de esa puerta, las escaleras del sótano. De un lado están pegadas a la pared, y del otro, con un pasillo vacío que lo separa, hay dos butacones y un colchón. Es decir, el sótano se construye con una cama alta, dos sillones bajos y profundos (de los que cuesta levantarse), y una televisión hacia la pared final. A la televisión la sostiene un mueble hueco que debajo colecciona botellas, blancas con detalles celestes, hechas de cerámica y vidrio, de diferentes formas.
Confundida por los primeros escalones, donde empieza a verse la oscuridad, fui tambaleante e imprecisa porque el tronco era “muy pesado”, y yo medio escuálida. Me caí de costado, no rodando por las escaleras, sino hacia el pasillo. No fui resguardada por ninguno de los cuantos asientos mullidos. Me choqué contra el piso y di directo contra la fría oscuridad.
Esta historia es de hace más de diez años, que permaneció oculta en mi memoria hasta que leí El lugar donde mueren los pájaros, de Tomas Downey. La recordaba sólo así, como un golpe. Pero en el cuento, la hermana mayor de una familia se quema con leche caliente un brazo. Para evitar una infección, por cuidado y restricción médica, no tiene permitido ir a la playa. Pasan los días y ya no siente dolor, pero no puede acceder al elemento constitutivo de la costa -el mar- y cuando le preguntan cómo se siente, dice que duele de todos modos.
La cuestión es que, ahora bien recuerdo el final de la anécdota. Mi cuerpo cayó al piso frío y solté el tronco, para tener disponibles mis manos y antebrazos, para resguardar mi cara ante la caída. Eso hizo que mi nuevo peluche rebotara contra la cama del costado. Tomó dirección hacia las botellas, que estaban paradas, y decorando el lugar, una al lado de la otra. Fue con un envión medio histérico e impreciso que dejé caer al tronco. Tiró algunas botellas que se fueron hacia atrás, y quedaron en desplomadas oscuridad. Se rompieron en grandes pedazos. El tronco fue delatado por su textura, la luz lo reflejó en algún vidrio. Lo agarré y me lo llevé.
El ruido de las botellas rotas quedó opacado por el griterío de familia, el asado en el quincho, que sucedía del otro lado de la casa, arriba y atrás. Por el canto de las chicharras, las fuentes de comida que vienen y van. Perros y risas de sitcom.
Subí luego y dije que me lastimé, que me caí de costado. No pude llorar. Tampoco salió moretón. Pedí irnos antes, saltándonos la siesta, como solíamos hacer antes de volver a la ruta.
Es decir, a pesar de mi relato frío, confieso, no hay dolor. Repito: no hay dolor. Fue una caída de pocos metros y en seco. Al pedazo de tronco, lo llevé hasta mi casa, que estuvo en el patio por un par de semanas. Se propuso darle uso como un banquito, una modalidad incómoda y rechazada al igual que los frasco-vasos. Así que quedó pintado con unas pequeñas hojitas verdes y olvidado en el espacio, por tener una función que no le era propia. La madera allá se usa de a montones para prender el fuego.
Pienso en la semana pasada, que dicen que fue la semana más fría en la Provincia de Buenos Aires, con cero grados.
Cuando subí y pedí de irnos, en ningún momento, por supuesto, compartí que rompí algo. Sólo dije que me lastimé. Me dolía como a la hermana mayor, un dolor desviado, un dolor porque otra cosa salió mal. Y de la imposibilidad de decirlo, poco a poco se instaura una larga vida de silencios.
La Navidad de ese año ocurrió unos días después del incidente de las botellas. Mi abuela le dio un regalo a mi hermana, y el mío, dijo, lo tenía abajo, en el sótano escondido, para que nadie lo agarre por equivocación. Lo dejó ahí y se lo olvidó. Qué cosa, dije. No hay problema, que en el verano me lo daba.
Esperen, ya termino. Quisiera agregar algo más:
Sigo un segundo más con Downey, el autor que quitó de la represión aquella historia mía. En su libro, El lugar donde mueren los pájaros, está el un cuento de un niño y un abuelo. El chiquito tiene la obligación de ver a su abuelo el primer sábado de cada mes. Lo busca por su casa, y ambos van a atenderse a la misma peluquería. Cuando digo “obligado” es porque el deber queda bien explícito: El primer sábado de cada mes exacerba la actitud de rechazo.
“No te salvas ni hoy, chiquito, me dice el abuelo por teléfono (...) Es un pesado, digo, y sé que estoy hablando solo, que mamá no me va a contestar. ¿Para qué te repite a vos lo que me acaba de decir a mí? Y no tengo ganas de cortarme el pelo, no quiero, me gusta así.”
El lector siente pena por un abuelo que todavía no entró en escena. Downey poco a poco borra el sentimiento de pena con acciones. En cuanto actúa, el abuelo no es otra cosa que un auténtico idiota. Dice sobre su peluquero Raúl: “Puto de acá a la China… Solo digo lo que es, que me doy cuenta” - y cuando su nieto, que en todo caso, corrige por homosexual, le responde - “Le pongan el nombre que le pongan, son putos. Pu-tos”. Habla y ya no puede defenderse, del rechazo nace la empatía. La cita escogida desde ya les digo que es un poco amarillista. Pero es un tipo ambicioso, el típico que cambia la camioneta y lo muestra, el típico que va de viaje y cuenta cuánto gastó, el que siempre habla de más. Pero Downey lo muestra de manera incómoda, a diferencia de cualquier resumen.
Downey esconde las razones de sus personajes, como naturalmente sucede en la vida real. Lo hace y logra que la trama interpersonal actúe con más fuerza. En este “hablar de más”, yo relató una caída de la que luego niego su dolor, para sorprender a quien lee y, también, que la trama avance.
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Me comentaron que el último Substack estuvo un poco confuso, les pido perdón. Quiero decir, ¿por qué hablo de estas tres cosas? Pequeño resumen 4 dummies y perezosos:
Además, uní un par de infancias para recordar la propia, siempre me divierte conocer la universalidad de las personas. Suele ser un alivio.
En una entrevista nos comparte Tomas Downey: “Incluso los mismos personajes no entienden bien qué les está pasando. Y creo que eso es central en lo que trato de plasmar en las historias y me parece que ese reflejo también se produce en el lector y también es orgánico con lo que nos pasa en la vida”.
Esa foto la saqué en 2022 a una familia que quiero mucho, en la que ahora, hay un nuevo integrante ¡Bienvenido Tommy!
Soy Martina, de Villa Ortúzar. Lo que van a encontrar acá, probablemente sea, ficción y crítica literaria, siempre con un enfoque interpersonal. Tal vez la literatura es el mejor lugar para hacerlo. Digo, el lugar para evidenciar y desglosar, desde lo más mínimo, hasta las cosas más groseras y bizarras de los seres humanos. Ya veremos.
Comparto tres de mis lecturas favoritas de este año: Bien Tarde en el Día (Claire Keegan, irlandesa), Tengo Miedo Torero (Pedro Lemebel, chileno), Un amor (Sara Mesa, española).
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