Pasé el fin de semana en lo de mi abuela. No en su actual departamento de Capital Federal, propiedad heredada de María Enelida Fullé- amiga suya de toda la infancia- sino en Luján, donde vivió y ejerció su vida como arquitecta.
El cambio de residencia se dio por una de estas enfermedades comprometedoras, que la obligan a estar bien cerca en el Hospital Fleming, cumpliendo una asistencia espectacular. A pesar de los sutiles inconvenientes de la edad, la tranquilidad de mi abuela sigue allá, en Luján, por eso persiste con sus idas. Debe ser por su huerta en la parte de atrás, por la pileta y el quincho para asados, por lo inmóvil de las tardes y el jardín vidriado que se enfrenta al living. Además de la presencia de cruces y santos, quienes alargan y resguardan su vida.
Resulta un poco egoísta que mi experiencia y compañía sea la de un buscaminas, mis dedos ya conocen las sutilezas del contrabando; la intimidad de mi linaje materno es requisado en todas mis visitas. Antes guardaba demasiado, cayendo ante la tentación de cualquier recuerdo físico, souvenires de la vida misma. Pero, ahora, sólo me detengo ante reliquias, como la foto de mi tía favorita; ella posa adentro del ascensor del edificio donde yo veraneo todos los años. Ahí, mi tía tiene una remera de River y una minifalda camuflada. De ese de ese ascensor sale una mujer en traje, una business woman volando directo hacia Heathrow con un malboro en la boca. Luego subo yo. Sólo por la obvia cronología, no se cruzan los ojos oscuros de esas 2 niñas caos.
Respecto de la organización de la casona, una de sus Bibliotecas está por encima de la mesa del living. Son varios estantes flotantes. Hay libros que no despiertan demasiado interés: ablandados por la humedad, en su mayoría detalladas guías de viaje y tradición Oriental.
Unos pasos más adelante (se baja un escalón, hay una diferencia de altura) está el living, el que tiene un sillón que da al frondoso jardín-TV.
Disculpen la gran introducción, fue un esfuerzo para que tengan alguna imagen mental. Porque allí, dentro de ese estante flotante, dentro de todos aquellos tours y guías de viajes hechos a una vieja Europa, una inaccesible y aventurera Europa, encontré dos maravillosas historias, historias herejes, del comienzo del mundo:
1. Cómo nacieron las mujeres por segunda vez:
No puedo reponer todo, pero por algún conflicto histérico, los hombres se separaron para siempre de las mujeres. Este acto territorial lo llevó acabo Guahayona, un hombre, que, con una actitud proxeneta anarquista, cruzó con todas sus mujeres del otro lado del océano. Una vez separados, los hombres las extrañaban tan enormemente que su tierra viril no cesó la búsqueda de mujeres, buscándolas en el agua, en el mar.
Dice este inicio mítico del mundo (de una manera bastante resolutiva) que, de pronto, personas sin sexo caen de los árboles. Sólo para mantener viva a la propia humanidad, los hombres buscan a un pájaro que famosamente agujerea árboles. Con mucha astucia conciben su plan: las personas sin sexo serán atadas por sus manos y por los pies, consiguiendo una figura larga y estilizada. Esta nueva figura fue fácilmente reconocible para el pájaro, que hizo satisfactoriamente su trabajo: confundió sus cuerpos con la madera y picoteo en ese espacio pre-establecido hasta abrir su nada en un agujero que es ahora es su sexo.
Así, nacemos las nuevas mujeres, abiertas como el croquis de un ticket.
2. Cómo nació el mar:
El mar se desata tras una pelea de linajes. Yaya, el padre, quería ser asesinado por Yayael (donde “-el” da cuenta de la condición -hijo de). Por las malas intenciones de su hijo, y en un intento fallido de darle muerte, Yayael es desterrado, luego asesinado y sus huesos quedan dentro de una calabaza colgada. Su madre extrañaba a Yayael y quiso bailar con él una vez más. Para eso, bajan la calabaza donde deberían estar sus huesos, pero en vez de eso, hay agua y peces. El padre Yaya se los come y vuelve a colgar la calabaza. Pero con alguna torpeza y por su barbarie, la calabaza queda mal colgada y cae al suelo, cosa que cuando toco tierra, creció el agua y salió tanto sin parar, tanto que, he aquí la historia de cómo ha sido el inicio del mar.
Por supuesto que mi viaje a Luján fue con mi abuela. Y cuando escuché pasos, pensé que era ella. Corrí de mi ojos de la lectura. Dos chicas me miraban sonrientes. No sólo no sé quienes son, sino que tampoco tenían pantalón. Miré de nuevo, estaban desnudas. Avergonzada busco su sexo y veo sus penes, que se los rebanan demasiado rápido y de una sóla vez. No hay sangre, sino que sus partes son de un aluminio fundido, el mismo material de los protectores de alimentos, como del Ketchup. Miro las caras con terror, pero ellas aún sonríen. Me las quedo mirando y a una de ellas le sale una sóla lágrima.
Cuando abrí de nuevo los ojos pasó un gato negro por el jardín, después volando un pajarito con la cabeza roja y el cuerpo marrón. Me pareció que el clima iba más frío, y que la sombra bebedero para colibríes se parecía a la del Gauchito Gil.
Atravesados todos los augurios del terror, tomé un café. Según mi Abuela, esto que les leí sí es Europeo, pero por su recopilación y no su autoría. Esto quiere decir que algún hombre blanco que vino a Latam en el 1500 transcribió este inicio como pudo y como quiso. Por más de que mi opinión no cuente, para mí, este hombre de espada, amigo de Isabel y de Colón, escribió con más curiosidad que odio.
Volviendo hacia mi hogar, mi querida CABA, leía en las paredes: la patria no se vende. Esas letras desaparecen por el oasis de extensa pampa, y justo antes de llegar a la Capital, la patria no se vende, con su previa y amontonada villa.
La patria no se vende, pero no se supo de la historia mítica y se supo de Jesús, y no importa el terror de ninguna calabaza sin contar octubre y sus gatitas de Halloween. No nos interesa el fratricidio y amar a nuestra madre si no lo dijo Freud, nuestro horror es el de la Guerra Mundial, y no hay bailes con la muerte si no son de la Rave de Berlín.
No me malinterpreten, pero sólo por hoy me sumo a las lágrimas de esas chicas sonrientes: jamás podremos comprender nuestro propio trauma. Me cae otra lágrima, a nosotros no nos queda ninguna otra tierra para volver, allá, en la tranquilidad de los domingos.
Casi al llegar a mi casa, el conductor del remís me pregunta por qué no manejo, me aconseja que si quisiera, en provincia el examen de conducir es más fácil.
Le agradezco.
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