Vengo a contar una experiencia reciente. Es sobre el recorrido que hice dentro de W–galería (Defensa 1369).
Hace varios días estoy escribiendo una idea que da vueltas en mi cabeza: por qué es más fácil entender el mundo a partir de los sujetos y a través del nombre propio. En esa “reflexión lingüística”, donde no niego que el mundo sea inherentemente social, planteo que hoy por hoy se exagera la figura del sujeto.
Envuelta entre lo obvio y reflexivo, las obras que vi en esta galería aparecieron en mi cabeza. Funcionaron como una herramienta de lucidez y como pie para poder hablar. Pensé en incluirlas en este pequeño ensayo “La obsesión con el nombre propio”, pero no. Cada idea merece su lugar. Repito que son obras que vi hace un tiempo y recordé varias semanas después, porque la obra que ha sido vista y que ha sido escuchada, puede aparecerse en los recuerdos, y es en ese caso, que no podemos definir su estado. Ya no pertenece al mundo dual de lo vivo y lo muerto.
Desde ya, mis ojos están atravesados por una curaduría sentimental y sesgados por ciertas ideas que vengo teniendo. De todos modos sí creo que estas exhibiciones dialogan entre sí, de tal modo que, con este texto, quisiera dar mi visión respecto de la humanidad. Sí, puede sonar un poco ambicioso, pero ya está hecha la mayor parte de este trabajo.
Ofrezco un pequeño índice (con autor y título) para un mejor orden. Luego, voy con mis consideraciones.
1. Raúl Flores (Instantáneas)
2. Pablo Uribe (The Coleridge Museum)
3. Elba Bairon (Sin título)
4. Ramiro Quesada Pons (En modo goblin o los intercesores 4.0)
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Instantáneas:
En el subsuelo de la Galería, me encuentro con “Instantáneas”. En la sala hay diferentes series de fotos, tomadas en más de un momento de su carrera
“Heladeras” (1997):
Voy con otra serie, que pareciera deschabarnos un poco, mostrarnos como ninguno de nosotros verdaderamente ha barrido por debajo de la cama antes de salir de casa o antes de acostarse cada noche. “En tránsito” (2007):
El autor recorre lugares muertos y recurridos de nuestra cotidianidad. En las fotos de esas heladeras puede reconocerse el olor de la comida que queda de los tuppers. Lo verdadero.
Lo digo por el intento condescendiente de volver todo blanco, las baldosas del comedor blancas y enceradas, relucientes a tal punto que la luz del sol rebota en ellas y daña los ojos. Ese mismo reflejo se replica: también sale de los anillos que les regalan a las chicas. Pero cuando la luz sale de los letreros, de la oscuridad de los edificios con algún departamento prendido, nadie nunca ve, sin espantarse primero, que la noche le pertenece a las cucarachas.
Lo cierto es que no salimos a la calle con las ollas ajadas o el mate sin limpiar. Nuestros rastros no importan porque no forman parte de nuestra estética ni nuestra esencia, en gran medida. El polvo en el piso y los objetos usados funcionan como verdaderas muestras de vitalidad. Dentro de nuestro hogar, lo que está limpio nunca va a estarlo enteramente por su condición de “en uso”. Y por eso se rectifica como vivo.
“Instantáneas” me recordó gratamente la inmoralidad individual: guardamos los platos sin estar del todo secos, no secamos ni lavamos los plásticos. El texto curatorial dice: parece la sensación de que estamos observando restos un mundo desgastado, usado, transitado: esfuerzos en medio de la fatiga o la escasez. A pesar de que queramos salvar el planeta, el apuro o el final del día, nos imposibilitan reciclar como corresponde. Fuck la ecología y la supervivencia de la especie.
Sábato en La Resistencia (y espero que no hagan oído sosos por quién estoy citando) dice: “La presencia del hombre se expresa en el arreglo de una mesa, en unos discos apilados, en un libro, en un juguete. El contacto con cualquier obra humana evoca en nosotros la vida del otro. La expresividad del hombre deja huellas a su paso que nos inclinan a reconocerlo y encontrarlo”.
Lo sucio y la intimidad son parte de nuestra vida. El poder de “Instantáneas” radica en la universalidad de la fotografía. Raramente se podría escribir (obteniendo el mismo efecto), encaríñese con su propia heladera, tome de su mate olvidado.
Por último, estas series no tienen un gran cuidado por lo estético, ni por la forma ni el encuadre. Algún texto dice que en ellas se puede descubrir la Buenos Aires bizarra, donde siempre pasan cosas. Logra construir en esas series una muestra de lo horrible y lo bizarro. Raul Flores lo hace desde los 90´s, pero hay un gesto replicado en el instagramero curioso, que extiende su práctica. Todos queremos mostrar las particularidades del mundo con nuestro pequeño ojo afilado.
(No es necesario el ejemplo, Ud. puede ir a su Instagram)
The Coleridge Museum
Pasé del subsuelo al segundo piso de la Galería. Cuadros de colores sólidos que indican su color. Es sorprendente como un Violeta puede llamarse Gris.
A partir de mi propia intuición construí integorrantes. Una de mis primeras impresiones fue por los sujetos parados, mujeres que miran los cuadros monocromáticos. Creí que había un bufo al espectador.
La pared principal se ve de este modo:
Lo cierto es que “The Coleridge Museum” completa su significado en cuanto se accede a la información. Los cuadros que se ven allí corresponden a otros cuadros ya existentes de otros artistas, con la salvedad de que acá están descompuestos cromáticamente manteniendo el formato original de la forma referenciada. Se elimina cualquier tipo de figura.
Conocer de donde viene el título de la exhibición también ayuda. Proviene viene de un ensayo de Borges “La flor de Coleridge”, el que propone un mundo donde solo existe un autor, un lugar donde no hay individualidades creadoras, sino que todos los autores son un autor. Donde “la historia de la literatura no debería ser la historia de los autores, sino la Historia del Espíritu (…) esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor” (Paul Valery). Entonces, se muestran obras que no son reconocibles por su figura, pero están ahí, colgadas en la pared.
Sin embargo, también tiene en esta misma sala obras de otros artistas, las que estudia y desglosa.
Anteriormente les hablé de las esculturas mirando a las obras. Sin embargo, esta mujer no está mirando a ningún cuadro,
Usualmente esa puerta se usa para bajar al patio, pero ahora permanece cerrada. Es una decisión, obstruirle la visión a una mujer que mira hacia hacia el bosque, que está obstruido por una puerta blanca. El mensaje nunca llega completo.
Pablo Uribe, el autor de “The Coleridge Museum”, trabaja desde la conceptualización y el despojo de singularidad. Comenté que mi primera impresión fue cómo pone el foco en las prácticas del sujeto: esculturas inexpresivas que, al igual que yo, miran el gran diluvio de cuadros minimalistas… En una entrevista plantea que no le interesa criticar la institución museo, sino, en todo caso, mostrar su lógica.
En “Instantáneas”, dice en el texto curatorial “lo que nos trae alivio y acompaña es un poco de sistema”.
Comprendo que entre el primer piso y el subsuelo hay un modo muy distinto y de tratar los rastros humanos. Me interesa remarcar que, en ambos casos, sí bien hay un gesto por la verdad, no hay necesidad de separarse del sistema donde viven, no son ajenos a él. Digo esto porque cuando se describe al sujeto en la modernidad, suele ser negativo y devastador, a pesar de hacerlo en los marcos de una Institución.
Continúo con la visita. Vengan conmigo. Ya termino.
Sin título
En la sala principal hay una paloma encerrada. La paloma gigante se encuentra dentro de una estructura en el centro de la galería.
Es gracioso porque así se siente. Digo, para las personas que no optan por la extrema libertad. Porque si la paloma fuera más libre, estaría un poco más entera, dejaría de estar tirada hacia un lado. Podría hacerlo, digo, levantarse y volar, pero es gigante, está de lado y despintada.
Tanto blanco paradójicamente también trae calma.
El espacio se construye en torno a ella, pero la galería sigue por detrás. Para llegar a la paloma, hay que pasar por unas paredes bajas. Se le ha construido un nido para que no esté tan sola.
Desde su nido se puede ver más allá. Se puede ver por una pequeña abertura. Es como si tuviéramos los ojos entrecerrados por tanta luz blanca. Pero los ojos están bien abiertos, se trata de un recorte horizontal a la altura de nuestros ojos, que deja ver las hojas verdes del patio trasero.
Podríamos vivir en una infinita tranquilidad, pero no. Los sujetos quieren caminar un poco más, ver la vitamina D que nos muestra esta enorme galería. En este caso, la nueva experiencia es la obra de Ramiro Quesada Pons.
En modo goblin o los intercesores 4.0
Debajo de estos árboles hay unos tipitos lánguidos y marcianos, parecen frágiles y están desparramados por el espacio. Todos ellos tienen sus notebooks y renuncian a sus cuerpos para poder usarlas. Cada músculo está a disposición de la búsqueda de su computadora. Tal es así que el color de la pantalla coincide con el de sus manos y cabeza. El resto es color gris.
(la última foto pertenece a otra galería, sin embargo, me pareció muy ilustrativa)
Al igual que en “Instantáneas”, se expone la relación que el sujeto tiene con el objeto. Sólo que, en este caso, es expansivo (y me gustaría tomar el sentido de expansión en tanto red y por la forma de estas figuras).
Martin Craciun (curador) dice: “Quizás pensar en la relación abierta que mantenemos con los objetos que nos rodean nos ayude a repensar nuestro lugar en el mundo, al abogar por una redefinición de las relaciones con ellos y sus efectos en nosotros y los otros”.
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Sobre esto último, y en convivencia con estos sujetos extraños, hace poco a una conocida se le cayó el celular en el inodoro. Lo puso en arroz. Hacia el final del día, cansada por todo el trabajo hecho, optó por cocinarlo y comerlo. Para justificarse, contó la historia de una amiga puso empanadas a calentar en el horno. Distraída, y por error, más tarde metió sus auriculares. A pesar del olor a plástico, se las comió igual, embutió la carne y el jamón y queso.
Cuando era chica, hubo una época en la que en la casa de mi abuela estaba repleta de cucarachas. Ponías la mano debajo de una silla y al sacarla, podía haber una cucaracha caminando por ahí. Una vez estaba sentada en la cocina, cuando vi que una cucaracha caminaba en altura y sobre una pequeña superficie. Terminó cayendo dentro de un mate servido. Por supuesto, no sobrevivió. Yo nunca dije nada.