Tu turrita: una ceremonia de degradación
Lo que sale después de estudiar Letras y escuchar a J. Rei
Aunque sea una discusión acalorada y una decisión controvertida, yo siempre uso Didi Moto. En mi defensa, sigo todas las recomendaciones: utilizar el servicio para viajes cortos, evitar el uso de tapados y abrigos largos, no usar pollera ni abrazar al conductor durante el recorrido. Apoyo mis pies en los lugares indicados.
Incluso, desde que un conductor me gritó y me pidió que guardara mi celular, lo dejo dentro de mi mochila en el viaje. Esa vez intentaba grabarme a mí misma, un video para Instagram mostrándome en movimiento. Butakera. Era con tono irónico, pero el conductor se lo tomó muy a mal, si me pasaba algo iba a ser su culpa, él se quedaría sin trabajo, sin moto, sin nada. Igual preferí su protección exagerada antes que subirme al Didi Moto que dejó a mi amiga en la facultad, roja y con los pelos parados, por contarle que cagaba a palos a su mujer mientras tomaba en la autopista una bajada en contramano.
No me da miedo subirme a una moto. Hace algunos años conocí a un chico que siempre andaba con una. Creo que era el valor agregado de su propia existencia. Fue un amor fierrero. Me llevaba a pasear por la zona del Dot, iba por la General Paz lo más rápido posible y yo desde atrás apretaba su abdomen. Después ataba su moto e íbamos a McDonalds. Me invitaba un helado. También comíamos juntos en restaurantes al paso, pedíamos milanesas con papas fritas y cerveza. Con una o dos botellas de litro encima, me llevaba a casa.
Era petiso, blanco y usaba gorra encapotada de nike. Yo tenía miedo de que se porte mal conmigo, pero nunca hizo nada. Ni siquiera cogimos. Me llevaba a la casa de su abuela en Villa Urquiza y le dejaba los medicamentos. En chiste, le decía que se iba a quedar con el Rivotril. La señora compraba facturas y me hablaba de Sábato. Para ella yo era la amiguita, una señorita.
Me encantaba decirle que estudiaba Letras y que iba a ser periodista. Mientras se lo contaba, estaba convencida de eso, algo me decía que iba a tener suerte. Él me respondía que era muy hermosa, me pedía que le escriba poemas. Se los mandaba por Whastapp a la madrugada cuando no podía dormir. Decía que lo hacían llorar. Me parecía un poco exagerado, pero él siempre tenía los ojos rojos y lloraba por algo nuevo, se lastimaba manejando, se gritaba con alguien. No quedaba claro.
Le presté mi libro Bajo este sol tremendo y otro que tiene como autor a un preso que después se vuelve escritor, El niño resentido, que por alguna razón creí que iba a gustarle. Quería explicarle que yo lo entendía. Me dijo que era una fantasmeada, aunque entretenido, y, que si era por él, preferiría leer otra cosa. Le presté unos libros de Carver que nunca me devolvió.
Él quería que yo pase un fin de semana en su casa en Ezpeleta, no me acuerdo por qué no pasó. Tiempo después, cuando viajaba con mi viejo en auto por la ruta, le preguntaba ¿esto es Ezpeleta? ¿Qué onda por allá?
Fumábamos porro juntos, pero una vez, después de ir con su moto a San Antonio de Areco, de sentarnos en el pasto y jugar al truco, de pasear y mirar las casas de gauchos, puse mi cabeza sobre sus bermudas de nike y le dije que no quería fumar de eso. Me daba el sol en la cara, pero era muy obvio. Nunca tuve grandes pretensiones, ni con la apertura del mercado, ni la nueva tecnología en cogollos. Ni siquiera ahora, con las sofisticaciones genéticas y los métodos de inseminación artificial. Pero aquella vez, la marihuana era verdaderamente negra. Su aspecto húmedo y conciso advertía que fumar eso le haría muy mal a mis pulmones. No hacía falta un octágono que lo explicara. Cometierra. Me reí en su cara cuando lo vi y se ofendió. Pero esa misma risa, mi misma intención bajo su voz convertida en risa, era lo que salía de su boca desaliñada cuando yo le decía que la Vespa era mi moto favorita. Me explicó que los modelos de motos se dividen en dos: las deportivas y las que su asiento parece el de un inodoro.
Eventualmente dejé de interesarme. Ya ni siquiera podía darle un beso. Me llevaba a un edificio tomado en Belgrano R, fachada por las que pasé tantas veces y juraba que seguía en construcción. Iba a vender porro y yo lo acompañaba, y pensé que podría escribir sobre todas esas casas en las que estuve, sobre esos baños sin cloaca iluminados con una bombilla. Pero eventualmente dejé de interesarme.
Y con semejante antecedente, nunca tuve miedo de viajar en moto. Arriba de un Didi hasta imaginé un sistema de turismo del Gobierno de la Ciudad. Daría nuevos puestos de trabajo a moteros, trabajo en blanco y propinas extravagantes. Los turistas conocerían monumentos icónicos de la ciudad, comerían chori en la costanera. Con una buena ruta y el equipamiento adecuado, sería sin duda una buena idea.
Pero esta última vez fue diferente. Pasó hace muy poco tiempo. Estaba tan lejos del destino y los minutos estaban tan cerca de la hora de encuentro, que me amigué con la idea de veinte minutos de retraso, tal vez media hora tarde. Cuarenta minutos ya era demasiado. A pesar del apuro, quería gastar la menor cantidad de dinero posible, como siempre. Didi Moto puede llegar a salir la mitad que un auto. El mimo argentino del poco valor del transporte me tiene acostumbrada.
Entonces lo pedí. Llego rápido, a los pocos minutos. Estaba verdaderamente cerca de mi ubicación. Cuando llegó, su vehículo era una bicicleta a motor. Eso no figuraba en la app, pero pude identificarlo por sus señas y gestos sonrientes. Éramos los únicos dos en esa esquina. Quería que me mataran en ese mismo instante, ahogarme, meterme en cualquier baño claroscuro y tirar la cadena. Me subí.
El punto de encuentro estaba puesto en la esquina pero el camino recomendado, él que el Didi tenía que hacer por recomendación del mapa, era pasando por mi propia casa. Desde lejos, mi familia charlaba en la puerta. No podemos pasar por ahí, le dije, le pedí que diese la vuelta, aunque su cuerpo ya había empezado a pedalear. Hizo una vuelta en U y escuché sus gritos, nunca entendí si esos fueron los de mi madre, o sólo un recuerdo de su voz que se apareció porque ya ha accedido a mi mundo interno.
Tampoco creo que sea tan así.
Avanzamos. Ese motor no servía de nada. Era de hojalata, pura fachada. Y así y todo, a pesar de las incomodidades, otro hombre pedaleando para llevarme a destino.
PD: en el margen de la hoja, anoto barras.
Espero que les haya gustado. Es una idea que escribí hace una o dos semanas. Tal vez sea un poco diferente a lo que venía escribiendo.
Veremos como sigue todo.
Hermosísimo!!!
Sentido, tierno y gracioso a la vez. Una NO historia de amor.
Mencantó.
Buenísimo